Tendría nueve años unos días y otros días tendría diez.
Después de volver del colegio y quitarme el uniforme, habiendo terminado ya los deberes de matemáticas y habiéndome aprendido la lección de Ciencias para el día siguiente; luego de haber jugado en la calle con la vecina de enfrente; de subirme a la última rama del árbol de la rotonda a leer un rato; de montar en bici con mi amiga cuesta arriba y cuesta abajo… Siendo todavía
tarde, habría anochecido ya cuando papá llegaba de trabajar.
Oía de pronto el ruido del motor y la puerta del garaje cerrándose. Entonces me escondía detrás de la esquina del salón, y papá siempre se dejaba sorprender aunque saliese a asustarle todas las tardes desde el mismo lugar. ¡Arrrr! Gritaba. Él soltaba un ¡Ué!? Yo me lanzaba a su traje y él me abrazaba, todavía sin soltar su maletín.
El jardín estaba caldeado de noche tropical. El cielo oscuro. Sólo las luces de la casa alumbraban a través de las tormenteras el jardín. El agua de la piscina límpida como un cristal. De fondo se oían los coros de las ranitas coquí y, de vez en cuando, las hojas de las palmeras recordaban maracas tocadas suavemente por la brisa.
Mamá sentada en una hamaca, mirándonos, sonriendo. Papá y yo al borde de la piscina, encogemos las rodillas un pelín y nos miramos,
a la de una, a la de dos y a la de tres. De cabeza, rompemos la noche. Con los ojos cerrados íbamos viajando, el mundo quedaba en eco mientras a nosotros dos el agua nos acariciaba y, de repente, la caricia se convertía en un empujón a la superficie. Aire. Vuelven los sonidos de la noche, la voz de mamá, los juegos de papá.
No había nada en qué pensar. Estábamos allí los tres juntos, con la felicidad.