Pienso en insignificancias, talvez, pero que lo significan todo, seguro: en el tacto de la moqueta de la salita en mis pies descalzos, en tus zapatillas de estar por casa, en los escalofríos de mamá al lado de la estufa… la humedad, los deshumidificadores… Y nosotros. Los tres. Allí, de noche, contándonos cosas del día.
Estar a un día soleado de ver nítida la costa del Pacífico desde la ventana, tener vistas privilegiadas a una de las huacas más antiguas de la cultura Lima iluminada y unos ventanales de cara a un magnífico campo de golf, verdecito.
Si, todo lo apreciábamos, lo absorbíamos y disfrutábamos.
Pero era desde dentro de los cristales de nuestras ventanas donde forjábamos nuestra historia. Mamá y yo seguimos contándonos nuestras historias por las noches, y tú sigues dentro.
Todas las noches querría que llegaras a casa y te sentases con nosotras a contar y a escuchar. Querría que la otra noche te hubieses apuntado al vino de celebración, al cine, o al picoteo… Y así. Pero no vienes. Y entonces cada vez que no estoy con mamá ella no está contigo.