Todos esperábamos que pasara algo.
Durante horas me sentaba en la banquetilla que pusimos entre
tu cama y la pared. Metía mi mano a través de los barrotes de color blanco
hospital y alcanzaba tu mano. Tú ya no apretabas la mía, pero yo seguía
sujetando la tuya haciéndote caricias, esperando que movieras un dedo, que
despertaras, que de repente dijeras cualquier cosa.
Pero hacía días que ya no me acariciabas tú a mi, ya no me
contestabas, no me mirabas.
Todos esperábamos que pasara algo, hasta que el médico dijo
que ya no iba a pasar nada.
Entonces entramos mamá y yo. Tus mujeres, como decías
orgulloso. Nos pusimos cada una a un lado de tu cama y te dimos la mano.
Nene, Vicente. Estamos
aquí la nena y yo.
Tus párpados estaban entreabiertos pero tus ojos no veían. ¿Nos
oías?
Queremos que sepas que
vamos a estar bien. Que te queremos y te vamos a echar muchísimo de menos pero
vamos a estar bien. No te preocupes por nosotras.
Tus labios un poco secos.
Nos queremos todos, y
vamos a seguir queriéndonos, estando juntos y unidos.
Tu flequillo para el lado y hacia atrás, como siempre.
Dale un beso a Papi.
Tu frente húmeda.
Te quiero, Papi.
Tu respiración cada vez más espaciada.
Déjate ir, cariño. No
sufras, déjate ir.
Tus manos frías por primera vez.
Nena, se nos va.
Tus dedos morados, y cada vez más.
¿Cómo se despide uno para siempre?
Tus ojos entreabiertos, tus labios… tu flequillo. Papá. Tu
bigote perfecto. Pero tu respiración cada vez más espaciada, tu cuerpo
enfriándose tan rápido, tus dedos en los míos tornándose azulados… te ibas.
Salí a buscar a la abuela, que de repente sabía correr.
Recuperé mi sitio a tu lado, y la abuela decía Hijo mío mientras te acariciaba
la cara. Empezaron a llegar todos corriendo, gritando cosas. Mi hermanico, por
Díos, dijo el tío José Miguel al entrar y vernos. ¡Vícen te queremos!, venía gritando
Blanca por el pasillo. Cariño, que te queremos mucho, alcanzó a derrapar la tía
Amparo. Y fueron entrando todos, todos con mucha prisa por despedirse, todos
diciendo cosas.
Yo ni decía nada ni tenía prisa. Pero eso daba igual, porque
de pronto, ya no respirabas.
Mamá y yo, y la abuela estábamos ahí a tu lado. A tu
alrededor estaban tus hermanos, cuñados y sobrinos diciéndote que te querían.
Yo me quedé en uno de mis silencios, abrazada a ti sobre la
cama. Todos lloraban, gotica a gotica, en puchero o cascada, escandalosamente o
sin poder emitir sonido alguno. Abrazos. Tú ahí con nosotros.
Después vinieron a llevarte. Pero mamá dijo que no quería
ver cómo te sacaban, así que nos salimos nosotras. Y te dejamos allí tumbadito.
Ya sin vivir. Y esa fue la última vez que te vi.
Certificaron tu muerte el lunes, 14 de abril de 2008 a las
18.30h.
Ha pasado tanto y sé que tiene que pasar mucho más. Pero no
me olvido. Y no sólo recuerdo días y momentos importantes. También los días y
las cosas normales, que son los mejores.
Como una noche invernal de julio en Lima. El
deshumidificador funcionando y la estufa encendida. Mamá con su mantita y tú a
su lado con mi sudadera de Roosevelt puesta. Yo me abrigaba con mi chaqueta
aquella zanguangona. Una noche de diario, de un día cualquiera, comentando los
tres lo que habíamos hecho, a quién habíamos visto, mientras te tomabas un
vinito y unos pipes y Soledad nos preparaba una crema de zapallo. Viendo El
Francotirador de Jaime Baily en la tele, o cambiando de canal a TVE
Internacional. Coquí metiéndose por detrás del sofá y corriendo las cortinas
que dejaban ver, justo ahí, detrás de casa, preciosa, la huaca de Huallamarca
iluminada.
Pero las vistas buenas estaban del ventanal hacia adentro.
Allí estábamos nosotros, juntos.
¿Cómo se despide uno para siempre? ¿Con una promesa?
Que te queremos y te
vamos a echar muchísimo de menos pero vamos a estar bien. Nos queremos todos, y
vamos a seguir queriéndonos, estando juntos y unidos.
Bueno, ya no me apetece escribir más por hoy, Papi.
Seguiré hablándote aunque no me escuches. Es como seguir
queriéndote aunque no estés.