FELIZ. SIEMPRE. Estas son dos palabras cortas, pero grandes. Muy importantes.
Mi padre siempre fue feliz. Vivía feliz, para hacernos felices. Nos hacía felices... fuimos felices. Lo somos. Tanto dio mi padre, TAN FELICES nos hizo, que ahora utilizarle como excusa para estar tristes sería hacerle un feo.
“Y en tu culo un baile-máscaras”, diría él.
Escribo esto y en mi cabeza me contesta: “Dí que sí, cariño. Muy bien, así hay que ser.”
Cuando a los diecisiete años me fui de casa para estudiar, mis padres me dijeron dos cosas: Uno. En todo lo que hagas, acuérdate de que eres hija de tus padres. Y nieta de tu abuela. Puede parecer una obviedad, pero es un mensaje más profundo que el océano. Y dos. Queremos que nos eches de menos, pero no que nos necesites. Esto significaría que soy capaz de hacer y deshacer, de moverme, de saber.
Ahora el que se ha ido lejos es él. Y le echo tanto de menos… Pero puede estar seguro de que no le necesito, porque lo hizo tan bien que me ha dejado lo más importante para vivir. Incrustado en mis ojos, tejido en mi piel, tatuado en mi corazón, por siempre en mi cabeza y bailando con mi alma está su mejor enseñanza: cómo hay que ser.
Y yo, como Yehuda Amijai*, “por amor a la memoria llevo sobre mi cara la cara de mi padre.”
* Poeta israelí, la suya considerada de la mejor poesía israelita moderna.
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