sábado, 23 de julio de 2016

Un gran tiburón blanco

Como si el calor del Caribe no fuera suficiente pegado a mi piel. Recuerdo meterme en el laundry room y sentir el calor asfixiante que hacía dentro del pequeño cuarto de lavandería. Allí se sumaba a la temperatura la humedad que desprendía la secadora. La ropa se pegaba al cuerpo, y sólo las baldosas blancas y frías me daban un respiro.

En aquél cuartito, con salida al caminito de la terraza, guardábamos la ropa de baño. Aún puedo evocar el ruido repetitivo de golpes de tambor de la lavadora… Que anunciaba un bañito en la piscina.

Entraba allí y me dirigía a la puerta de salida al patio, con ventana y mosquitera protegiéndola. Buscaba a tientas el torniquete de las tormenteras y, mientras se iban abriendo, iban dejando entrar aire, sol y más calor. Me echaba un poco de crema en la cara apresuradamente, lo suficiente para poder contestar “Que siiiiiiii” si preguntaba mamá.

Me desnudaba deprisa y me ponía mi bañador gris con lunares blancos, intentando atinar brazos y piernas para meterlos por el cachulete. Cuando lo conseguía buscaba en el suelo con la punta del pie, y me encajaba mis chanclas de gomaespuma verdes, de aquellas de tira y velcro.

Entonces giraba el pomo metálico que chirriaba, abría y cerraba la puerta detrás de mi, dejando dentro y ahora más lejanos los golpes de tambor. Al salir alguna lagartija saltaba huyendo de mi. Eusebia, Pepita… ¿Cómo le puse de nombre a la otra? En fin, bajaba tan contenta los tres escalones hasta el caminito y gritaba, “¡Papi, ya estoy ready!”

“¡Voy, nena!” Y mientras papá se cambiaba yo iba corriendo y medio saltando por las piedras del caminito, deteniéndome como siempre en esa que tenía forma de península ibérica. Llegaba hasta la verja blanca y quitaba el palo amarillo de palmera que sujetaba el cierre. Tiraba del portón derecho y entraba al jardín trasero con la piscina, el agua quieta y silenciosa.

Las ganas de zambullirme y la emoción de tirarme de cabeza otra vez, ahora que ya había aprendido, casi siempre se veían frustradas y me veía obligada a parar mi carrera en seco al darme cuenta de que probablemente en el fondo de la piscina había un gran tiburón blanco deseando comerme.

Mejor esperar a papá.

Pasaba entonces al final del jardín y prendía los motores del jacuzzi, la cascada y los chorritos de agua que enseguida adornaban, con su caída y con su chapoteo, la pared de cantos rodados de la piscina.

En esto llegaba papá, con dos gusanos flotantes – de esos de corcho o poliloquesea- y, con uno bajo cada brazo se lanzaba de bomba. “¡Aaah, pero papi, espérame!”

“¡Corre, sálvame!” Entonces, salía corriendo pero antes de tirarme calculaba bien que caería dentro del radio seguro, la burbuja eternamente protectora de papá. Y así ya sí, me lanzaba a salvarle.

“Ven, papi, ponte así”. Le hacía tumbarse con un gusano bajo los pies y otro sujetándole la cabeza, flotando así boca arriba. “Te he construido una balsa y ahora te llevo”. Y suavemente le empujaba, paseándole por toda la piscina, ahora territorio seguro. Papá se relajaba con los ojos cerrados, escuchando el aplauso de las hojas de palma que chocaban unas con otras por la brisa, al lado de su nena, fresquito en el agua, y oyendo cada vez más cerca los chorros de agua que de pronto le acariciaban las plantas de los pies. “¡Ay, que me haces cosquillas!” Qué risa.

Luego llegaba mamá. Habría conectado ya la radio en la habitación para poder escucharla en el jardín a través de la ventana. Sonaba salsa, merengue, algún bolero. A veces no quería que le mojáramos el pelo, así que se metía en el jacuzzi o se quedaba tomando un aperitivo en el borde de la piscina, mientras hablaba y se reía con nosotros. Casi siempre ponía manís, de las latas de Mr. Peanut, y patatas. Uhhm, patatas. Yo no quería salirme y mucho menos esperar a secarme, así que comía muchas patatas fritas mojadas.

Pero daba igual. Enseguida daba una voltereta bajo el agua y me impulsaba contra la pared para volver al centro de la piscina con papá. Allí me esperaba para jugar al baloncesto con la canasta inflable, a los caballitos, a lanzarnos la pelota de playa del BBV, o para flotar boca arriba con los ojos cerrados.

No me preocupaba. Porque estando con papá, teniéndole a mi lado, nada malo podía pasar. Yo me lanzaría por él… Pero él me salvaría, entonces y siempre, de cualquier gran tiburón blanco. Incluso de aquellos que sólo existen en mi imaginación.


1 comentario:

MARA DOLORES dijo...

Muy bonito os imagino perfectamente