Como si el calor del Caribe no fuera suficiente pegado a mi
piel. Recuerdo meterme en el laundry room
y sentir el calor asfixiante que hacía dentro del pequeño cuarto de
lavandería. Allí se sumaba a la temperatura la humedad que desprendía la
secadora. La ropa se pegaba al cuerpo, y sólo las baldosas blancas y frías me
daban un respiro.
En aquél cuartito, con salida al caminito de la terraza,
guardábamos la ropa de baño. Aún puedo evocar el ruido repetitivo de golpes de
tambor de la lavadora… Que anunciaba un bañito en la piscina.
Entraba allí y me dirigía a la puerta de salida al patio,
con ventana y mosquitera protegiéndola. Buscaba a tientas el torniquete de las
tormenteras y, mientras se iban abriendo, iban dejando entrar aire, sol y más
calor. Me echaba un poco de crema en la cara apresuradamente, lo suficiente
para poder contestar “Que siiiiiiii” si preguntaba mamá.
Me desnudaba deprisa y me ponía mi bañador gris con lunares
blancos, intentando atinar brazos y piernas para meterlos por el cachulete.
Cuando lo conseguía buscaba en el suelo con la punta del pie, y me encajaba mis
chanclas de gomaespuma verdes, de aquellas de tira y velcro.
Entonces giraba el pomo metálico que chirriaba, abría y cerraba
la puerta detrás de mi, dejando dentro y ahora más lejanos los golpes de
tambor. Al salir alguna lagartija saltaba huyendo de mi. Eusebia, Pepita… ¿Cómo
le puse de nombre a la otra? En fin, bajaba tan contenta los tres escalones
hasta el caminito y gritaba, “¡Papi, ya estoy ready!”
“¡Voy, nena!” Y mientras papá se cambiaba yo iba corriendo y
medio saltando por las piedras del caminito, deteniéndome como siempre en esa
que tenía forma de península ibérica. Llegaba hasta la verja blanca y quitaba
el palo amarillo de palmera que sujetaba el cierre. Tiraba del portón derecho y
entraba al jardín trasero con la piscina, el agua quieta y silenciosa.
Las ganas de zambullirme y la emoción de tirarme de cabeza
otra vez, ahora que ya había aprendido, casi siempre se veían frustradas y me
veía obligada a parar mi carrera en seco al darme cuenta de que probablemente
en el fondo de la piscina había un gran tiburón blanco deseando comerme.
Mejor esperar a papá.
Pasaba entonces al final del jardín y prendía los motores
del jacuzzi, la cascada y los chorritos de agua que enseguida adornaban, con su
caída y con su chapoteo, la pared de cantos rodados de la piscina.
En esto llegaba papá, con dos gusanos flotantes – de esos de
corcho o poliloquesea- y, con uno bajo cada brazo se lanzaba de bomba. “¡Aaah,
pero papi, espérame!”
“¡Corre, sálvame!” Entonces, salía corriendo pero antes de
tirarme calculaba bien que caería dentro del radio seguro, la burbuja
eternamente protectora de papá. Y así ya sí, me lanzaba a salvarle.
“Ven, papi, ponte así”. Le hacía tumbarse con un gusano bajo
los pies y otro sujetándole la cabeza, flotando así boca arriba. “Te he construido
una balsa y ahora te llevo”. Y suavemente le empujaba, paseándole por toda la
piscina, ahora territorio seguro. Papá se relajaba con los ojos cerrados,
escuchando el aplauso de las hojas de palma que chocaban unas con otras por la
brisa, al lado de su nena, fresquito en el agua, y oyendo cada vez más cerca los
chorros de agua que de pronto le acariciaban las plantas de los pies. “¡Ay, que
me haces cosquillas!” Qué risa.
Luego llegaba mamá. Habría conectado ya la radio en la
habitación para poder escucharla en el jardín a través de la ventana. Sonaba
salsa, merengue, algún bolero. A veces no quería que le mojáramos el pelo, así que se metía
en el jacuzzi o se quedaba tomando un aperitivo en el borde de la piscina,
mientras hablaba y se reía con nosotros. Casi siempre ponía manís, de las latas de Mr. Peanut, y patatas. Uhhm, patatas. Yo no quería salirme y mucho menos esperar a secarme, así que comía muchas
patatas fritas mojadas.
Pero daba igual. Enseguida daba una voltereta bajo el agua y
me impulsaba contra la pared para volver al centro de la piscina con papá. Allí
me esperaba para jugar al baloncesto con la canasta inflable, a los caballitos,
a lanzarnos la pelota de playa del BBV, o para flotar boca arriba con los ojos
cerrados.
No me preocupaba. Porque estando con papá, teniéndole a mi
lado, nada malo podía pasar. Yo me lanzaría por él… Pero él me salvaría, entonces
y siempre, de cualquier gran tiburón blanco. Incluso de aquellos que sólo
existen en mi imaginación.
1 comentario:
Muy bonito os imagino perfectamente
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